7 de septiembre de 2021

PLAYA

 

Por Beatriz Heber

Estoy sentada en la reposera bajo la sombrilla que me protege del sol ardiente en esta playa a la hora de las sombras más cortas. Las olas del mar hasta hace poco lentas y suaves ahora se suceden vertiginosamente en picos que el sol hace destellar. Aunque estoy lejos del mar algunas gotitas me están mojando.

El viento y la arena muy fina dibujan formas fantasmagóricas. Acabo de ver al genio de Aladino surgir y desaparecer en un instante. Mi sombrilla se sacude y al volver a clavarla se me caen los lentes de sol. Si hubieran volado hubiera sido imposible alcanzarlos. Desde este círculo de sombra que es mi punto de observación advierto que las otras sombrillas, que no son muchas, se están cerrando, las lonetas se doblan, las canastas se tapan, algunas voces se quejan del cambio del tiempo, la playa varía, se mueve, está viva. Ahora los granitos de arena se deslizan por los vidrios de los lentes, se pegan a mi rostro y a mi cuerpo, pero no me molestan. Mis labios están resecos y busco el botellón térmico de agua. El líquido frío va mojando y refrescando mi boca salada, se desliza por mi garganta y lo recibe mi estómago vacío, y vuelvo a buscar en la canasta los sándwiches que armé esta mañana con rodajas de pan de campo, lomitos de atún y tomates. Sonrío al recordar que la abuela Clara me enseñó a prepararlos. Empiezo a disfrutar mi pequeño banquete, me escucho masticando lentamente para sentir mejores labores, el ruido del pan al partirse, el olor del atún. Abro una lata de agua tónica y lo sirvo todo en un vaso de plástico, apuro un trago lleno de burbujas que me mojan la cara y en un segundo trago lo termino todo, remato mi almuerzo con una ensalada de frutas con kiwi y frutillas. Disfruto la mezcla de los sabores dulce y ácido. Y ahora lentamente recorro con la mirada el cielo, luego el mar, la playa y algunas gaviotas que caminan sobre la arena mojada con la sensación de que me rodean en un abrazo especial. Mi alma se sacude y se eriza mi piel de felicidad. De lejos resuena mi nombre, reconozco la voz y los largos cabellos castaños de Giulio, mi amigo el pescador. Él y su sombra corta avanzan y me saludan con el brazo en alto, me recuerda que es hora de enviar un mensaje, digito “Todo bien” y “Enviar”. Entrecierro los ojos y me acomodo en la reposera para una siesta. No sé cuánto tiempo transcurrió, pero me despierto con la sensación de ser mirada. Un chico con un pantaloncito gris desteñido, sin remera, la piel muy enrojecida por el sol, pero también con moretones está parado justo en el límite entre el sol y la sombra de mi círculo. Me mira con los ojos semicerrados y casi sin voz me pide agua. Le digo que se siente bajo la sombrilla mientras tomo de la cansa el botellón de agua. Al sentarse el nene cae hacia adelante sobre la arena, con manos y pies salgo de la reposera y me arrastro hasta él, huele a transpiración y suciedad, apoyo su cabeza en mi falda y le doy agua que apenas pueden sorber sus labios cuarteados con algo de sangre, le mojo la cabeza hirviente, le sigo dando de beber despacito, ahora va sorbiendo con un poco de fuerza, le acaricio la cabeza suavemente, siento el cabello reseco y sucio. Al preguntarle por sus padres se estremece, observo alrededor pero no se ve a nadie. Vuelvo a mirarlo, es flaquito tendrá a lo sumo siete años y nuevamente mi alma se sacude y se me eriza la piel ahora de horror. Estiro el brazo libre y alcanzo el celular, envío el mensaje “Antonio vení a buscarme ahora rápido, que venga también Francisco”. En veinte minutos mis hermanos estarán acá, bajarán del auto mi silla de ruedas, la llevarán hasta el límite entre el sendero de madera y la playa, cada uno nos sacará de acá en brazos e iremos directo al hospital de la villa. El nene ahora no bebe, solo respira entrecortado, lo sigo acariciando.