23 de noviembre de 2020

UN CUERPO EN LENTO DERRUMBE

 

Por Lucas Vera

Que la mujer enceguece es lo primero que pienso. Después, que no, que las cosas enceguecen si tienen brillo propio, y que lo que ella ― esta forma de cielo, de terror secreto ― tiene, no es ni brillo ni falta de brillo. Creo que organizar todas las lámparas del departamento en este sitio no fue una buena idea. Pero ya no estamos en el tiempo de las buenas ideas. Ese es mi tercer pensamiento. Las buenas ideas han quedado en el pasillo, en el golpe de un martillo, en la feria de una avenida sofocada donde la mujer se puso para que yo la encontrase.

Retrocedo. En la feria, iluminado naturalmente, el brazo de la mujer se alargaba con una súplica cabizbaja pero tenaz. Ahora parece un gesto de sorna desde un podio etéreo. Una deshilachada nube de acuarela rehuye sus dedos, y el cielo adquiere un relieve turquesa de filigranas. La carne del brazo tiene una autenticidad que me pone nerviosa. Desde la primera vez que la vi me incomoda esta mujer desnuda, que señala una nube o el límite que enmarca su mundo quieto y explosivo. Tan explosivo.

Extenuados, mutilados, los pechos de la mujer caen sobre un vientre recio y sucio, quemado tal vez, y más allá del sexo oculto por las cuentas de un rosario roto, hunde sus piernas en un oleaje que podría confundirse con el cielo si no fuera apenas más oscuro, más vivo.

Con vaguedad oigo que arrastro una silla. Me siento como en un sueño, distante, pero con la cercanía suficiente para reconocerme, y reconocerme distinta. La pata de la silla produce un sonido de quiebre. Estoy junto al tipo. Le reventé un nudillo sin querer. No se queja. Nunca más se quejará de nada. La pantalla encendida de una computadora ilumina el martillo, junto a la nuca. En la ventana de un chat se van sucediendo los mensajes. La oferta sube. Como el tipo no responde, sube y salta.

Descubrir que había comprado a la mujer me deprimió. Tuve que rastrearlo para apaciguar mi tristeza. Descubrir en el espacio estrecho de su puerta abierta que la iba a vender, que había armado una lista de compradores y organizado una subasta, me rebasó. Ni el más elaborado de sus insultos sobre mi concha se asomó a la furia que sentí. No puedo entenderlo. ¿A quién le importa cuán antigua sea ni qué cielo represente? ¿No la vio? ¿No la vio bien? ¿No lo asaltó un rumor bajo la piel como el que está haciéndome temblar ahora? Tengo que creer que no, que era un ciego. Es la única explicación.

En el martillo han quedado piel y, creo, un pedazo de vértebra. Lo limpio con la uña.

Tal vez porque nos acostumbramos a buscar los orígenes de nuestras inquietudes en las caras de los demás, la de la mujer me fascina. Abre los ojos como si recién despertara, como si estuviera por caerse dormida: llenos de paz. Su sonrisa es de hiena, de crepúsculo final. Sobre el cabello negro, un halo de líneas gruesas como el sol en la superficie de un lago. Tiene una cruz quemada en la frente.

Sin duda ponerla en el centro de las lámparas fue una mala idea. Pero empiezo a pensar que lo supe desde el principio, y que eso fue y esto es el paso desentendiéndose de un cuerpo en lento derrumbe. Un juguete se libera de su plástico. Me pone nerviosa la piel de la mujer porque la siento, me parece sentirla más verdadera que yo. Como mi uña en una vértebra muerta.

Su otro brazo también está extendido, aunque lo flexiona como si la planta que sostiene pesara demasiado. Es una planta que no conozco, que no parece planta sino un bastón delgado y trenzado con hojas, raíces y pequeños capullos, creciendo hasta el límite del mundo y superándolo. Ha penetrado la pared. Está tocando nuestro mundo. Y nadie más que yo, atestigua. Solo yo, con el martillo entre los dedos, y el cielo delante, este cielo que ahora se derrama desde el cuadro donde ella es feliz, donde yo podría serlo, y no volvería más en la nostalgia a avenidas sofocantes o búsquedas en pena.

En silencio, quieta, reverberante, me da la bienvenida.