3 de diciembre de 2020

NOTICIA


Por Agustín Tillet


Subo corriendo con el vagón en movimiento. Lo veo a los lejos, un solo asiento libre. Sin embarazadas ni viejos alrededor. Me abalanzo sobre el pedazo de plástico y casi que caigo de culo. Me desplomo y cierro los ojos, pero a los pocos segundos se me abren: el rasguido de una chacarera me sobresalta. Giro todo lo que puedo el cuello y lo veo ahí atrás, mientras me doy cuenta que por eso estaba libre el asiento. “La puta que lo parió, es imposible descansar acá”, pienso para dentro. Me pongo los auriculares y saco un libro y el celular. Más fuerte no puedo poner el volumen y los compases de la chacarera siguen llegándome.

Intento concentrarme en el libro y no tengo forma. Miro de reojo la guitarra y cada tanto la cara del cantor. Lo agarro justo en el grito de “se va la segundaaaaaaa…”. Lo veo mirarme de reojo el pie, que me traiciona y ya está marcando el ritmo como si fuera un bombo. Percibo cada vez más cerca su vozarrón. Nos encontramos las miradas de reojo, también cada vez más. Me dejo los auriculares, pero disimuladamente pongo pausa, para escuchar mejor. El libro queda abierto, pero hace un rato que no sé ni por qué renglón iba. Miro al frente y espío de costado la posición de los acordes. Percibo que observa el libro que tengo en las manos.

Saco el celular, para ver la hora y para tratar de alejarlo de mi lectura, pero lo tengo cada vez más cerca, al punto que puede ver en mi pantalla el mensaje de Luca, un amigo: “che, parece que se murió Diego”. Levanto la mirada, sin tiempo para el reojo, y lo veo, triste, con la guitarra colgando, en silencio, como diciendo que no, que no puede ser.