21 de diciembre de 2020

UN DIOS TANGIBLE


 Por Eustaquio Soria


El día había comenzado como cualquier otro: en pueblos de una calle asfaltada y muchas de tierra; en pequeñas y grandes ciudades; en el campo arado; en la estepa patagónica o en los glaciares; en un sendero serrano y en la tierra roja del litoral. Los almanaques, todos, marcaban la misma fecha y el mismo día. La misma fecha que muchos pondrían en un papel al iniciar sus quehaceres.

El planeta se surcó de pronto de infinitos mensajes incrédulos, de estupor. Algo extraordinario, un suceso, hizo caer la lapicera del escribiente, levantó el pie de un operador de una máquina, y las manos que manipulaban herramientas, se paralizaron.

Alguien dijo que el dios de los humanos "había muerto". No. Los dioses no mueren. Los dioses griegos gozan de buena salud, los romanos también. O puede ser, pero es otro dios.

Ahora, el país del Dios que les habló tenía su bandera flameando a media asta. Su presidente registró el sacudón extraordinario también. El pueblo que lo vio reinar, se estremeció, se movilizó por su funeral. Quería despedirlo porque él lo llevó de la mano y lo hizo tocar el cielo. El pueblo levitó con ese Dios terreno, futbolero, cercano.

Durante ese día habían cambiado las rutinas, se habían lavado los egoísmos, las distancias y mezquindades de los humanos. Los mendigos en las calles eran invitados con sabrosas comidas, otros recibían ropas nuevas y limpias. Muchas personas que se trasladaban caminando, eran invitadas a abordar lujosos vehículos. Otros grupos eran acompañados por habitantes de barrios acomodados que también se unían a las caravanas apesadumbradas, algunos cantando loas de alabanzas, otros en silencio, pero todos unidos por la misma religión.

Debían ser las 16 horas en todos los relojes, la hora de la última mirada. Se había dispuesto que no fueran muchas horas para el desfile del saludo final al dios en tránsito. Cientos de dolientes almas, debían conformarse con no llegar antes de la hora señalada. Todos se miraban con todos, buscando alguna explicación. Hubieran querido estar allí junto al ídolo, no podrían. El dolor, dolía más. Arrastrando los pies, fueron aceptando pacíficamente lo inapelable.

Las, llamados por la sociedad organizada, "fuerzas del orden", acompañaban el luto también, con resignación. Guiaban a la multitud en la desconcentración, pidiendo por favor y agradeciendo a los ciudadanos por la colaboración en tan triste momento. En la ciudad, rara vez intervenían por alguna indisciplina de sus habitantes. No portaban escudos, ni armas, ni bastones, ni bombas lacrimógenas. Siempre eran amables con sus conciudadanos. En casos extremos o de real peligro, debían pedir habilitación para el uso de armas de fuego. Pero ese día, debido a las circunstancias, fueron aún más amigables, hasta ayudaban a personas con dificultades para movilizarse, ya sea caminando o en sillas de ruedas. Otros abrazaban a la gente y se cobijaban bajo la misma comunión del fútbol.

El dios con su sapiencia, sus bondades y sus habilidades terrestres con una pelota, en su camino de partida de este mundo, había hecho otro milagro: que los humanos, casi la mayoría de este país, por unas horas fueran menos humanos.