10 de octubre de 2020

QUEBRACHO BLANCO

 

Por Luis Roberto Acosta

Se levanta de la baja silla de madera rústica con asiento de paja. Deja el mate a un lado, sobre un cajón que aún conserva la corteza. Camina hacia la puerta, una bolsa de yute deshilachada pintada con cal. Sale de la casa, construida con columnas de madera virgen que parecieran haber sido trabajadas solo con machete y hacha. Las paredes son de barro y el techo, de paja relleno de tierra. Camina por el patio llevando su cuerpo de cien kilos y altura respetable. Una gallina se le atraviesa en el camino mientras otras vienen corriendo. El hombre pasa ignorándolas.

Se para frente a una construcción que pareciera un galpón de caña y palo que, a diferencia de la casa, tiene una puerta hecha de cañas entrelazadas con finos tientos de cuero y blindajes de alambre. Entra y sale con una vasija en las manos y arroja el contenido del recipiente en distintas direcciones. Balanceando su cuerpo y estirando el cogote, las gallinas picotean los granos que acaban de tocar el suelo. Vuelve a entrar con la vasija en una sola mano, la izquierda. Sale ahora llevando un hacha en ella. En el filo se refleja el sol de octubre. Atraviesa el patio, sus alpargatas se hunden en la hierba dejando un surco tras sus pasos que parecen no tener prisa. Va llegando al monte, un pájaro lo observa, otro canta, una bandada atraviesa el cielo. Su ancho sombrero le cubre toda la cabeza, solo deja ver sus largos mechones de pelo negro que sobresalen, su cara alargada, morena. El rostro se recompone, diría que está feliz, se ilumina. Sus ojos cafés se transforman en dos pequeñas hogueras. La boca se abre dejando ver dos hileras de blancos dientes, y de la garganta sale un grito: un sapucay para sacar el diablo de adentro, piensa él. El monte pareciera explotar, miles de alas oscurecen la tierra, vuelven, el sol está ahí, el cielo limpio. Dos nubes se van acercando, la primera parece una mano gigante y la otra, un demonio. Los dedos se abren acercándose hacia la figura que se resiste, se cierra sobre el rostro diluyéndose.

En la entrada del monte un imponente árbol lo recibe, el hombre habla –Buen día señor quebracho blanco- dice y entra.