23 de octubre de 2020

SEIS AGUJEROS


 Por Matías Gil


El tornillo se encuentra donde siempre, cómodo, enroscado; apretado lo justo y necesario para no dañar cada filete de la rosca, solo se le ve la cabeza. Una gota de sangre cae justo en el centro, desparramándose por toda la hendidura en forma de cruceta. Por un momento tiñe la cabeza de rojo carmesí, rojo borravino, rojo… pero se termina cayendo por un agujero…

El tornillo está ahí, inmóvil, sin mosquearse, como si fuera su orden primordial, su objetivo existencial. Acaba de sentir ese toque, el toque humano, glóbulos blancos y rojos, la vida y la muerte… ¿Cuáles? ¿Cuánto y cuántos han pasado por cada gota de sangre derramada? Eso al tornillo no le importa en lo más mínimo, solo cumple su trabajo, acatando al pie de la letra con la cabeza fuera de la chapa que está sosteniendo. La chapa lleva perforados seis agujeros, que observan como testigos de un accidente, rodeando la cabeza de forma perfecta, circular, como esperando un mensaje del tornillo, como si fueran los discípulos más cercanos de un supuesto mesías el cual está en pleno transe. Otra gota de sangre cae directamente dentro de uno de ellos. La vemos pasar al igual que el tornillo, sin mutarse, sin preguntarse de dónde viene o qué será, sólo la vemos pasar. Una tercera gota viene arrastrándose desde la derecha sobre una pared la cual se expande hacia los costados como en una especie de antena, una pileta. La gota toca la chapa y con la misma suerte que las dos anteriores, desaparece dentro de uno de los agujeros, pero sin tocar la cabeza del tornillo. En el final de la pared, en el borde, contra unos azulejos negros hay una canilla, cumpliendo al igual que el tornillo su orden primordial: lograr que el agua llegue de un extremo al otro. Con que alguien mueva la llave que se encuentra sobre ella, dejará que el agua la traspase rellenando toda su cavidad y expulsándola por el extremo que está señalando hacia los agujeros. Pero hoy su destino la sorprende cuando siente que sobre su curva le cae una gota de sangre. Siente ese calor, ese frío, el gusto a óxido, recorriendo su sarroso cuerpo hasta culminar dentro de uno de los seis agujeros.

Al borde, en la llanura de la pared blanca, del lado izquierdo de la pileta donde se crea el precipicio hacia el resto de la habitación, se encuentran agarrados unos dedos firmes como queriendo evitar que se mueva todo pero temblorosos al mismo tiempo. Cuatro dedos, sin anillos, con las uñas bien cortadas, pero no comidas, y con dos dedos meñiques como gemelos provocados por la falta de una falange. El quinto dedo de esta mano morena, callosa con las arrugas y cicatrices de alguien que ha trabajado veinte años con objetos cortantes o punzantes, se encuentra sujeto al borde, alejado de los agujeros. Convulsionando, pero sujeto. Quisiera cerrarse junto con los demás, pero eso solo genera que convulsionen con mayor fuerza. Sobre la muñeca, el brazo, haciendo fuerza hacia el borde de la pileta como empujando la mano, se mueve como si fuera un cable de alta tensión agitado por una fuerte ventisca. El temblor no culmina ahí, se arrastra por todo el cuerpo con olor al sudor de alguien que ha tenido que bajar unas cuantas cosas de una mudanza, o mover algo pesado de una punta de una habitación a la otra. Un sudor con aroma a preocupación, un sudor con aroma a desamparo, a desconsuelo, a soledad… olor a pérdida. Un sudor que se transmite por todo el cuello y baja por la espalda robustamente obesa, provocando una aureola en la camisa blanca. Un sudor que junto con el temblor recorre toda la cabeza debajo de ese pelo rapado y negro, como si fueran miles de puntos minuciosamente puestos uno al lado del otro en una hoja blanca, o como si fueran una galaxia donde las estrellas son negras y el cielo es blanco.

Pero no termina, el temblor sigue su recorrido, es lo suficientemente invasivo como para caminar por todo el brazo derecho y llegar hasta la otra mano generando ese movimiento desesperante, pero con otro olor, el mismo olor que sintió la mueca del tornillo, el mismo olor borravino que sintió la canilla, pintando toda la mano de ese óxido frío y caluroso. Temblando a la altura del pecho, como si la recorriera una pequeña descarga eléctrica, con la palma mirando la cara, como si fuera ella quien tuviera la capacidad de observar y no los ojos… porque lo ojos marrones se encuentran inmovilizados, mirando solo un pedazo, solo un trozo de lo que sucede, algo pequeño, pero no insignificante: la vigésima gota del mismo rojo carmesí de la caliente mancha en la parte del estómago en su camisa.