29 de septiembre de 2020

CUANDO NO HABÍA GOOGLE MAP


Por Sergio Neinadel

Zigzaguea el horizonte curvado sin nubes a la vista. Por arriba brilla el celeste donde impera el sol, por debajo se muestra una cuadrícula de tejados, muchas chapas de zinc y manchas de brea. Veo desde aquí, diseminados irregularmente, terrenos baldíos cruzados por piolines, y uno de estos cordeles se yergue y determina mi suerte de seguridad cadena. Tres antenas rojiblancas que superan los setenta metros, marcan los puntos más elevados de Ciudadela Norte. Pertenecían a una vieja repetidora de radio, pero ahora siento, que me corresponden.

Los piolines que diviso, parecen impecables. El mío, pretencioso. Su pronunciada parábola blanca desemboca en una mano pálida que toca a un pecoso rubiecito, flacucho y sonriente que mira al cielo cuando me mira. En realidad, el mocoso alterna sumirada entre mis débiles flecos bailarines que crepitan al viento y la fuerza hercúlea de su padre que con una mano (que parece saludarme) corrige los ángulos de mis tiros unidos al delgado tobogán de algodón que me sujeta y con la otra mano, el hombre, acaricia el hombro de ese pibe que espera adueñarse de la situación de comando. Creo que el chicuelo nos admira por igual. Mi cuerpo colorido y radiante, no admite distracciones y mi orgullo en cruz disimula, si es forzado a doblarse cuando el viento arrecia en su afán de altura contra mi resistente esqueleto de caña. Cada piolín que señoreo desde esta altura, me señala un rebaño humano que por un rato irradia felicidad desde allí abajo.

Al oeste suenan clarines dorados y trompas de plata junto a los redobles de tambores castigados del regimiento. Su música marcial rebota en las paredes amarillentas de los destacamentos y, desde el césped raso (cortado a lo milico) donde ensayan un desfile los músicos soldados, sube en clave de sol. Se nos contagia así, de música el aire que me sostiene y los vivifica.

Por el este destacan las Torres de la Iglesia colegio de San Antonio donde martilla un badajo convocante, pero que asusta a las palomas. Del mismo sector, escucho motores y bocinas que recorren la circunvalación que hace la Avenida General Paz en torno a la Capital Federal de este gran país de tranco histórico imprudentemente lento y vacilante. Unas 20 cuadras separan el progreso metropolitano de la Ciudad de Buenos Aires de la alegría obrera conurbana que nos sostiene a todos.

Un tren del ramal Sarmiento, nos advierte su existencia con un silbato estirado desde el sur mientras que lleva y trae gente apiñada, que sueña traqueteando sobre durmientes de quebracho, todo un chaco vencido y desangrado sujeto a grampones oxidados y corrompidos.

Finalmente, mucho más al norte de este norte mío, sopla y llega el viento sofocante que acompaña a las aves y mariposas para compartir fragancias a mandarinas.

Me esfuerzo por observar frecuentemente hacia abajo, donde están los que amo, los que me han creado, los que me sostienen, Me concentro en los ojos verdes del rubiecito feliz junto a su padre y sus amigos piolineros. Y bendigo la fragilidad de este instante y la inocencia popular que huele a engrudo sobre mi papel de seda.