15 de julio de 2021

DE CIGARRAS Y CHICHARRAS

 

Por Eustaquio Soria

Canta la cigarra en el verano de Buenos Aires.

Comienzan temprano con sus músicas, temprano sienten, intuyen, les llega el mensaje. No importa si el sol brilla o está nublado, las cigarras son tocadas por el calor, empujadas a brindar todo su arte en un escenario etéreo.

Ellas están felices, es su tiempo, su momento, pocos días de fama.

Desde los árboles lanzan lluvia de chirridos. Pocos humanos reparan en la fisonomía de la cigarra y de dónde surge su canto monocorde.

Ellas se hacen oír. Son intensas cuando su canto se toma de la mano con el verano citadino y su humedad muy popular. Pero pocos la siguen.

Ese canto de enero a abril acompaña la vida de la gente que camina por el cemento caliente. Gente que lleva en su cabeza rodando una película, un drama o una comedia musicalizada por estas compositoras anónimas.


Sin embargo. las chicharras que cantan de noviembre a febrero cantan con mucha fuerza, están convencidas de su arte. Canto preciso, canto dirigido a los frutos silvestres.

No hay otro tiempo. Cantan de sol a sol. Canto caliente del noroeste argentino. 

Cantan para que madure la algarroba, el mistol, las tunas y el piquillín.

Tienen sus cantos viscerales distintas partituras, porque distintos son los frutos que regala la tierra desprendida. Los frutos nacen, crecen, pero sin el canto de las chicharras no maduran, se quedan mustios, perecen.

El canto de la chicharra los insta a dar toda su dulzura.

Si la chicharra no canta en verano, el sol se siente solo, no sale la luna, el lagarto no cruza el camino ardiente y polvoriento, no hay arroyito que baje del cerro. El canto de la chicharra se adueña de la siesta, mece el verano, sella los recuerdos.