8 de mayo de 2020

UN TIRO


Por Héctor Corti

Cuando agarra el revolver la decisión está tomada. Ya no le importa que la voz de su padre lo taladre en cada rincón de la cabeza. Falta muy poco para no escuchar más esas palabras que lo torturan. Lo que necesita es silencio. Y eso es lo que va a conseguir.

Sabe que una sola bala le alcanza. Pero igual abre el tambor del 38 y lo gira lentamente para colocar un proyectil en cada uno de los orificios. Lo hace y esboza una sonrisa triste. Se da cuenta de la contradicción. Para sacárselo de la cabeza está manipulando el arma que le regaló su padre. Y cumple con eso de que, por las dudas, siempre hay que asegurarse. Un consejo recibido que hubiera preferido olvidar.

El sonido del péndulo del reloj de pared transforma cada segundo que falta para el final en inmensurables pedacitos de tiempo que arman su historia en el puzzle de la vida.

Muchos lo envidian y razones no le faltan. Si después de todo nació como un niño rico que desde el primer llanto tuvo todo lo que necesitó y mucho más de lo imaginable. Pero lo que no todos saben es que el precio que le pusieron para semejantes privilegios fue demasiado alto y desde muy chico no estuvo dispuesto a pagarlo.

Apenas tuvo la altura suficiente y la capacidad necesaria para comprender, le hicieron saber su condición de hijo único y heredero de un pequeño imperio. Y ahí se sucedieron los reclamos sobre lo que esperaban de él, primero en forma de persuasión y después con métodos más contundentes.

Su padre fue quien capitaneó desde el primer día las exigencias de respuestas que fue cambiando de intensidad a medida que pasó el tiempo.

Anteponiendo el argumento de su posición social y la necesidad de construir un futuro sólido y acorde, buscó todas las formas de impedir ferreamente cualquier atisbo de rebeldía respecto a su elección en educación, vestimenta, relaciones y amistades, lugares a donde ir, todo lo que debía y lo que no debía hacer, y en cualquier otra cosa en donde estuviera en juego su derecho a elegir.

Acorralado en la soledad, la frustración y la falta de aire fresco para vivir cada día, la relación con el padre se le hizo insoportable.

Así, al ritmo del péndulo del reloj, los episodios de violencia se amontonan en su memoria como descalificaciones que en forma de palabras, hieren profundamente su ser y se graban en la cabeza sin poder acallarlas.

La decisión está tomada. Llega el momento de conseguir el silencio que tanto necesita. Se dirige al estudio de su padre. Sorprende a la secretaria cuando lo ve entrar sin pedir permiso y ni golpear. Apenas pasan unos segundos hasta que estalla el disparo. Fue seco y preciso. La mujer canjea el estupor y la parálisis del primer momento por la reacción de fidelidad. Supera el miedo y entra corriendo. Lo ve. El padre, blanco papel, permanece sentado inmóvil detrás del escritorio. Su imagen que en forma de cuadro preside el despacho, tiene un agujero justo en medio de los ojos. Él sale. Se va tranquilo. Disfruta del silencio.