28 de abril de 2020

EN EL SÓTANO

Por Lucas Vera

La puerta se abre. Cae luz por las escaleras. Dentro de la luz, sus pasos. Bianca se acurruca contra la mesa de trabajo abandonada. Porque aún no ha aprendido o no ha querido aprender la longitud de la cadena, la cadena la tira.
El Cerrajero se ha detenido, observándola. Tiene una bandeja en las manos. Siempre que baja para detenerse y observarla tiene una bandeja en las manos. Como siempre que baja con una bandeja en las manos y la puerta abierta clarea el interior del sótano, Bianca no lo mira. Así lo rechaza. Bianca lleva una semana rechazándolo.
El día anterior a esa semana lo vio por primera vez. Reconoció el anillo de Marisa en su cuello. Sobre el pecho rojo y gordo el anillo parecía una baratija de plástico y feria. La semana que acabó en dicho día, Bianca había hecho a un lado toda su vida para rastrearlo. Descubrió sus dotes de cazadora. Le gustaron.
El Cerrajero se adelanta. Se agacha. Pone la bandeja en el piso abandonado, como la mesa. Bianca todavía se mira las uñas, partidas en costras de sangre.
-Comé -dice él.
Dos semanas con este hombre involucrado en su cotidianidad. Dos semanas dedicadas al recuerdo de Marisa, que era un poco como el pasto donde la cámara la clavó, un poco florecida y desparramada pero siempre curvada al viento, y para nada la forma rota de mausoleo con la que se la podía haber confundido entonces, su brazo inerte en el barro alargando una señal incomprensible.
Y ahora este Cerrajero le dice comé. Ella quiere. Y eso duele. Incluso más que comer. No obstante, quiere aferrarse a esa imagen de Marisa, a su propia imagen mientras caía de rodillas y una voz en el teléfono repetía su nombre. Por lo tanto Bianca sigue mirándose las uñas.
Su cabeza da un tirón adelante y uno atrás. El golpe contra la manivela de un cajón de la mesa de trabajo la aturde. Ese es el punto. El sabe aturdir, marear, cortar. Sabe frenarla al ras de la inconsciencia riesgosa o la muerte. Con la mano aún en su pelo, retorciéndola hasta el cráneo, el Cerrajero susurra:
-Vas a comer. Te prohíbo tener hambre.
Dentro de la luz después, sus pasos. La luz huye de las escaleras. La puerta se cierra. En el sótano ahogado de humedad Bianca pega los ojos a la bandeja. Si mastico bien despacio-piensa. Si arrastro con cuidado la bandeja o si la levanto. Bianca agita la cadena. El ruido calla las cosas que la desesperan. Calla levemente el hambre y ese otro ruido, ese ruido sordo que le cruje en los huesos.
En la oscuridad es fácil y por qué no obligatorio dibujar el sol en la cabeza. Allá, antes, en el sol, Bianca estuvo segura de lo que haría y de sí misma haciéndolo. No sentiría culpa. No le fallaría el dedo a la hora de jalar el gatillo. El dedo no le falló. Fue la mano. El brazo. El hombro. De repente los músculos desconocieron la orden y el procedimiento que tanto ensayaron.
En ese momento Bianca pensó:
-¿Tan difícil es matar?
Ahora no tiene la pistola, pero entiende.
-Me es difícil matar.
En el sótano donde una rata estudia una bandeja, se aproxima, mide el salto necesario, Bianca agita su cadena. Lleva una semana agitándola. En esa semana conoció el ruido de sus huesos y lo oyó crecer.
-Quiero vivir-dice el ruido-. Quiero comer.
-Marisa también quería vivir-le replica.
-Pero Marisa está muerta.
Si su voz fuera un decibelio más débil o más transparente, si las paredes no la amplificaran, Bianca se habría oído esas palabras al final y estaría comiendo. Devoraría.
Bajo el sol es fácil y hasta pedagógico temerle a la oscuridad. Y en la oscuridad Bianca sospechó corroborar ese miedo. No es la oscuridad, sin embargo. Es la gotera junto a su pierna. El collar apretándole el cuello. El cuerpo golpeado. El hedor de la piel. El sudor de la piel. La suciedad suya y la del Cerrajero al decirle comé, la de Marisa embarrada y quieta, como aguardando que la tierra la hunda. Sobre todo la de Marisa. Únicamente la de Marisa.
-Únicamente-dice Bianca.
La puerta se abre. ¿De nuevo? La bandeja, todavía allí. El solo le da una bandeja por día. Entonces debe ser un nuevo día. Cae luz por las escaleras. Es un nuevo día y él no ha retirado la bandeja anterior, la bandeja todavía allí en su metálico débil y como una trampa que funciona a la vista y al olfato y ella ríe, Bianca ríe de bronca y odio y un ácido que le baja del sol, de la cabeza, del miedo que resultó falso o errado o tangencial. Dentro de la luz están sus pasos. Un poco arriba de sus pasos el Cerrajero tiene las manos vacías.
No le dice comé. Le dice:
-No te rías.
A Bianca le gustaría parar. No ha confundido el peligro en la voz de él. El problema es que el ácido ha puesto pequeños y resistentes mecanismos a su lengua.
-¡Dejá de reír!
Bianca da un tirón adelante, ¿o es el segundo tirón adelante?, y un tirón atrás, ¿otro tirón? Cierra los ojos cuando el dorso de él le revienta los labios.
-No te podés reír. No podés tener hambre. Comé.
Lo haría. Bianca se lo juraría, si él no hubiera dejado la bandeja. Si hubiera hecho sus pasos con una nueva comida tal vez, una comida cualquiera. Si él no la hubiese asumido tragada por la debilidad.
El ruido ensordece. Con el estómago en la garganta pero el corazón en puro acopio, Bianca responde:
-No.
Cuando el Cerrajero se va, llevándose consigo la derrota y los puños rojos, ella apenas oye su respiración, siente los párpados pesados.
La bandeja, todavía allí.
Podría comer.
Si se incorporase lentamente.
Si la atrajera con un pie.
De la manera que le sale, Bianca se yergue contra la mesa de trabajo abandonada. El ruido le pide dormir, pero ella tantea en medio de la ceguera brutal hasta tocar la cadena. La agita.