10 de abril de 2020

MAESTRA

Por Susana Basilico

Era siempre la primera en llegar a la escuela. Mientras las porteras preparaban el mate cocido, ella acondicionaba todo para que el aula luzca impecable. Ella también siempre lo estaba: su guardapolvo blanco sin una mancha ni arruga. Estoy segura de que se lo cambiaba dos o tres veces por semana. Su peinado, sencillo, también siempre estaba perfecto. Olía a lavanda. Cuando me acercaba a preguntarle algo ese perfume lo invadía todo, y confieso que muchas veces lo hacía solo por eso. A pesar de su rigurosidad y su disciplina era muy dulce la seño. Nos transmitía seguridad, luz, tranquilidad. Nunca levantaba la voz, mantenía un tono cordial y alegre. Esa voz dulce aunque severa quedó grabada en mi memoria. Eso sí, te mandabas alguna y te congelaba con la mirada. Era muy buena explicando matemática ¡sería que a mí me costaban tanto los números!...

Vivíamos cerca de la escuela, así que era común que nos cruzáramos haciendo algún mandado o en la plaza. Tenía dos hijas un poco más grandes que yo, a las que trataba con cierta vergüenza y timidez. Después de todo, eran las hijas de la “seño”.

Terminé la primaria y nos fuimos a vivir a otra provincia. No tuve más noticias de ella. Cuando elegí la carrera docente supe que algo tenía que ver. Siempre la recordaba y, como todo recuerdo, era contradictorio. La pensaba como un ejemplo a seguir (en ese momento no sabía por qué), pero no soportaba esa cosa tan prolija, tan estructurada, tan maestra. Comprendía que, por ser una mujer de su generación, era diferente, no era un ama de casa mantenida por su marido. Pero sí que la profesión docente era aceptada, tolerada por la sociedad por eso de la escuela como “segundo hogar” y la maestra como “segunda madre”. Eso de estar dentro de lo pautado socialmente me daba cierta bronca. Yo percibía desde siempre algo distinto en ella, que iba a liderar algo importante. Su recuerdo me siguió por mucho tiempo, quizás porque me hubiera gustado tener una madre como ella. El miedo a decepcionarme me paralizaba ante cada intento de saber cómo estaba, que era de su vida, ¿estaba viva?

Los años pasaron...

Un día cualquiera, llegué del laburo y encendí la tele. Me distraje acomodando la casa, pero me detuve al escuchar una voz familiar y desesperada. No pude distinguir quien era, no sólo por el paso del tiempo sino porque ya no era la Sra. peinada de peluquería, la impecable maestra. Y su discurso era combativo, ya que buscaba a su hija víctima de trata. Esa que estaba ahí es la que yo ví siempre y que ahora se descubría en esta situación límite. La amé y la admiré mucho más aún. La busqué en las marchas y nos encontramos en un fuerte abrazo. Me uní a su lucha, que ahora también es la mía.