Por
Belen Nigro
Un
golpe en la pared, así me contaron que empezó todo. Esas historias
que cuentan los grandes miles de veces y simplemente no escuchamos.
El
pasillo era largo y apenas iluminado. De noche era el espacio
preferido para las pisadas rápidas de los huéspedes y rechinido de
las puertas al cerrar. Una casa chorizo, un patio con un gomero y
tréboles creciendo en cualquier lugar que no fuera una baldosa.
Se
oye otro golpe seco en la noche estrellada. Sordo e impune a través
de la pared de mi habitación, lejos del murmullo de los forajidos
del pasillo y los amantes de la luna. La imagen casi traslucida de la
mejilla apretada contra el yeso que llegó ahí en medio de un acto
impune y destellante de violencia, dejaría seguramente un camino de
lágrimas testigo y un silencio achicharrado.
La
madera cruje y la habitación de al lado no está dormida. Sigue
atenta al golpe que se repite, como un joven repitiendo un ritual
propio de la ansiedad. Nerd, café con cafiaspirina y una batería de
libros en una frenética carrera contrarreloj. Azota, supongo,
rítmicamente una pelota frente a las horas que lo apremian.
Vacío,
silencio, el reloj de arena casi se pierde en el rincón. Una radio
apenas perceptible inunda de imágenes a la anciana mientras se mece
en la tercera habitación. La mañanita está en sus puntos finales y
no le dá tregua las agujas. Solo apenas aminora la marcha cuando el
golpe frena la noche, en plena duda. Un pequeño sollozo, una voz,
una porcelana partida, un berrinche que acaba con una muñeca
astillada y una madre colérica.
Un
golpe, un eterno golpe, el mismo horario, distintos oyentes. Y del
otro lado, un descampado.