7 de septiembre de 2020

AMANTES

Por Les cacatúes sobrevuelan La Matanza (*)


El hombre nunca está sólo, siempre donde se encuentre, tendrá alguien que lo acompañe: una planta, un pájaro volando, la lluvia, muros, ruidos, olores, cadenas, recuerdos, infinidad de cosas, agradables o no.  Esta nota la encontré en un libro de Scalabrini Ortiz, "El hombre que está sólo y espera", la escribió Melina. ¡Cuánto te extraño! Voy a recomponer mis recuerdos. Estoy ansioso como el primer día en que te vi. Tu sonrisa me cautivó, luego las salidas. Estoy seguro, la vida se sonrojaba por la forma en que solíamos mirarla.

Ahora estoy leyendo una revista, recién la compré en el kiosco cuando venía sin rumbo, en la tapa se lee “sueños” pienso… sí, sueños, por ellos salí a buscarte sabiendo que nunca más volveremos a estar juntos, maldito cáncer. Estoy sentado en el mismo banco que elegías - espere señor- le alcanzo un billete, me lo agradece. Es el mismo señor al que vos le preparabas pastelitos o esos ricos buñuelos.  Extraño, me siento extraño, la gente pasa, algunos caminan tranquilos otros más apurados, los chicos ríen, uno pasa llorando. Muchos jóvenes fuertes, las chicas radiantes, jóvenes madres, hermosa la vida, pienso. Acaba de sentarse una pareja en el banco pasando la vereda a mi derecha en diagonal, todos los bancos cubiertos por la sombra de los árboles. Me acuerdo el día, ¿era viernes? Sí, era viernes y habían podado todos los árboles, las máquinas escarbaban el predio. Cuando nos paramos en la esquina tuve que sostenerte, me pareció que ibas a caer, te desmayabas ¡No! gritaste ¿qué hicieron? Son nuestros árboles, no volverán a crecer, lloraste mucho ese día. 

Frente a mí la pareja, él la mira, le acaricia el pelo y ella ríe con los ojos, está embelesada. Chocan sus narices muy suaves, se besan, se acarician, juntan los cuerpos como si quisieran meterse el uno dentro del otro. Él baja la cabeza y apoya su boca casi en el segundo botón de su blusa. Ella le desparrama el pelo suavemente. Están excitados. Ella lo acaricia mientras él transita la suavidad de su amada con la lengua, de derecha a izquierda cruzando el cuello hasta llegar a la oreja. Se detiene. De acá veo recorrerla como si fuera un helado de fresa. Ella le acaricia la espalda con ambas manos mientras él sigue besando su cuerpo distante del mundo, con los ojos cerrados. Sus piernas se frotan. Siento un largo suspiro. Vuelven, miran a todos lados, se levantan y se van. Un sueño más.

Ahí estaban de nuevo, como cada tarde en la misma barda, sentados hacía apenas un momento. Ceremonial rutina desde hace un par de semanas, desde que los noté; el café en mano, los antejos de mirar de lejos y la luz apagada para no llamar la atención.

El oscuro y amargo sorbo caliente del café me inunda la boca y se desliza por la garganta, los ojos fijos en aquellas figuras que por momentos parecen un solo cuerpo. Ella ya no se resiste, se deja llevar por los movimientos ondulantes de aquellos besos que la ahogan, intensos, intoxicantes. La taza me quema las manos mientras el líquido se torna suave, irresistiblemente adictivo en mi boca. Sus manos ansiosas se buscan, se aprietan, chocan sus bocas, las lenguas se prueban, se saborean el uno al otro, bebiéndose con locura hasta empalagarse de la savia que desprenden con cada beso. Deleite.

Los cuerpos se separan, ella se acomoda el cabello arremolinado en el huracán de besos, él intenta cubrir su exaltación y se acomoda la ropa, entonces se incorporan y se alejan. Mi taza está vacía, me alejo de la ventana, enciendo la luz. -Tengo que dejar de tomar café- pienso.

Los trinos del zorzal se mezclan con los de otro pajarito, formando un dúo desparejo, un bullicio mañanero. Pasos apresurados. Ahora el chasquido de un encendedor. Un taconeo se acerca sobre la vereda y se detiene Una voz ansiosa y el susurro de otra voz ronca Silencio… 

Oigo un llanto mezclado con hipos. Murmullos graves, palabras ininteligibles parecen de consuelo dichas en voz muy baja. Una ráfaga de viento levanta la hojarasca que suena como un rasgueo, que acaricia las baldosas.

-Te amo.- Besos, jadeos y un suspiro que termina en gemidos de deseo. Inspiración que se exhala profunda y entrecortada. Más besos… más suspiros. El silbido de un tren a lo lejos. --¡Si…te quiero!... - Voces bajas, angustiadas. Besos. Tacos que se alejan a ritmo rápido hasta no escucharse más. 

Alguien queda en silencio, un instante sin moverse. Después se acerca a mí con pasos arrastrados. Tres monedas caen tintineando dentro de la lata que puse en el suelo. Sus pasos se retiran lentamente y van desapareciendo. El zorzal vuelve a trinar en el árbol, solitario esta vez…

Crujen las hojas secas que anuncian los pasos del ansiado encuentro. Chirria la madera del banco desvencijado tapando el rugido de la ventisca otoñal. Cascabeles de risas alborotadas repican en mis oídos y opacan el rechinar de las cadenas oxidadas de las hamacas. Y luego silencio… interrumpido por un beso suspirado que se entrelaza con otro, y otro, y otro liberando en el crescendo una respiración entrecortada, gemida. El sonido deviene en un jadeo intenso que irrumpe con la fuerza de un volcán arrollador. El sutil roce de la seda silba al frotarse contra la gabardina que se rasga al quedar atrapada en la cremallera. Repiquetea un botón que salta y cae sobre el asfalto. Sonidos de voces quebradas, ecos de palabras entrecortadas se confunden con el ruido áspero del abrigo. La madera reseca lanza un quejido de violonchelo desafinado que acompasa el ritmo de los cuerpos danzantes de la sinfonía del amor. La pieza concluye con la exhalación de un “te amo” seguido de un “y yo más”.

Están sentados en el piso, son un par de pulsos. Pulso que huele a ansiedad, a sal amontonada. Pulso que desprende una fragancia incierta, entre el temor y la gana, la indecisión en que la carne oscila de una punta a la otra, a diferencia del dedo que se está levantando hacia la cara, dedo seguro aunque tembloroso que va por la quijada como una voluta de arpege, la sube, aprieta la oreja ahora, aprieta el lóbulo con suavidad como una uva rendida. Ahora la ansiedad impregna el aire, envuelve ambos pulsos, ambos pulsos son estatuas de sal deshaciéndose por dentro y algo como un jugo de piel, un extracto de temblor, de dejarse a la vibración abrumadora que es imitar la mano anterior llevando la propia al fleco de la camiseta, doblándola con miedo y torpeza. Puedo olisquear la torpeza que chispea en sus cabezas como un montón de circuitos eufóricos, puedo olisquear la quemazón de dos cuerpos jadeando calor por el piso, por un piso cualquiera mientras una camiseta es subida, desprendida, y una mano tiene que retraerse de la querida oreja, la lucida uva a la luz de una luz del tragaluz, y si eran sal por dentro y jugo de piel por fuera, jugo de sensaciones arremolinadas por un viento dulce, ahora no lo son más, aspiro un perfume de pulsos en golpe y contacto, el golpe de abrir una fruta para inspirar su carozo, el hambre que los desviste. Es mi hora. Su carne es perfume mientras penetro, es higo fresco tal vez o la juventud de una naranja por librarse de la hoja, su carne es perfume y entra a mí, me saliva; su carne es perfume y huelo el sudor cuando agarra ritmo, ritmo familiar y nostálgico, el hambreado ritmo de un jazmín revienta este instante, se ahoga en un único pulso indivisible y desbocado. Florece su nervio mordido. Araña, se aferra, se suelta y se curva. Esta es nuestra muerte. Brota la vida. Entre la fragancia y la sal nos disolvemos, de una punta a la otra de este vientre, aquel vientre. Respiro.

 Jueves, 8 de la mañana, el tiempo vuela, la oficina a cinco cuadras, auriculares bien calzados, mochila adelante, manos en los bolsillos, aire fresco en la cara, mis pensamientos compartimentados en tres o cuatro frentes, y el celu que no para. 

En un segundo, mi mirada los flecha. Habitan otro espacio. Insertado en esta esquina trivial y zigzagueante. La mano de él, reposa sobre la parte baja de la espalda de ella. Esa frontera incierta… sutil, hogar de esa mano plácida, hecha, feliz. 

El semáforo en rojo detiene los andares, todas las miradas se cruzan, menos la de ellos. Ellos si ven el rojo, como si vieran las luces de un juego o un fuego que algo les avisa. El resto de los humanos pugnamos por los espacios, los lugares. Ellos no nos ven. 

Las miradas de esos ojos eran de no creer. A través de ellas hablaban, y de las manos, claro. Al terminar de cruzar la calle… algo pasó, se tomaron de la mano con urgencia, la espalda de ella quedó pegada a la pared de la esquina, y tomando el rostro de él, por el cuello, y se adentraron en un beso talllll, desparramando por toooda la esquina una aureola de energía luminosa y liberadora. Todos los que fuimos alcanzados… sentimos el poder de ese encuentro. Ya vaciados de nuestras mochilas, nos animamos, una vez más, al sueño de un amor.

Lento, despacio los pétalos de terciopelo se rozan, tibios, de a poco húmedos se funden. Sus dedos se entrelazan en sus cabellos, entre sus yemas ruedan cilíndricos. Se enredan. Una palma sobre el rostro ajeno lo hace próximo, un perfil de alpaca, duro, caliente, resistente, tenso, terso. Sus lenguas se encuentran flameando sobre el marfil. Sus cuerpos se acercan, piel a piel se rozan, tibios se funden en un calor que aumenta con el golpeteo vibrante de sus latidos, un soneto coordinado les hace cosquillas y escalofríos. Los vellos de sus brazos se erizan. Los míos con envidia también. Quién me devolverá la juventud.

Pareció un portazo la palabra lanzada y retumbó en alguna parte mientras los amantes apartaron sus cuerpos y sentimientos vacilantes. Había que decidir, pero no querían. Sin embargo, arriesgaron el pellizco robado de un beso rencoroso para dejar en claro quién se quedaría con el vuelto o con las ganas. Cuando la escena parecía llegar a su fin, en un choque fortuito de miradas volvieron a quererse y hablaron re estrenando viejas palabras conocidas. Una cama silvestre los esperaba, nostálgica de sus costillas y sus arrepentimientos proponiendo ese entorno de gusanos y resurrecciones que es la Tierra. Cantó áspero un jilguero, pasó blonda una nube pegajosa de cielo y desgarró el mal momento.  Sucumbieron los dos porque sí a la propuesta de la sangre planetaria y, aquellos dos guerreros de la vida, dejaron actuar a las pesadas tenazas de sus extremidades, junto con la suavidad de nuevas promesas ventajeras, y exageradas...como navajazos en los ojos. Siguió el diálogo repetido apurado e incontenible de dos cuerpos tratando de explicarse. El olvido negocia espacios con el recuerdo y a cada nuevo intento placentero simularon estarse inaugurando una nueva relación. 

Lloraron y rieron esos dos que se fueron de la mano aquella tarde porque no sabían bien qué fue lo que habían entregado y cómo harían para conservar lo recibido.


(*) Texto colectivo de Luis Roberto Acosta, Jésica Fernández, Liliana González, Cristina Magno, Lucas Vera, Sol Monestés, Romina Brisindi y Sergio Neinadel