El profesor Damián Martínez luce impecable en el estrado. Viste un traje azul marino con camisa blanca y corbata celeste. Su largo cabello está prolijamente peinado hacia atrás y atado con una colita. Su voz se escucha con claridad desde el fondo del aula de la Facultad de Ciencias Sociales. La eleva sin que le resulte un esfuerzo adicional para desarrollar la clase de Filosofía. Su fama de buen docente convoca al alumnado. A él lo entusiasma que el salón esté lleno. Y este encuentro no es la excepción. Los estudiantes ocupan desde temprano todos los asientos y una decena, sin lugar, están sentados en el piso a lo largo de los pasillos laterales.
Con una envidiable capacidad didáctica expone y semblantea. Mira los rostros cercanos y va un poco más allá. Se asegura de que están concentrados, que lo siguen y lo entienden. A diferencia de otros colegas, él permite la interrupción para preguntar. Eso genera un clima de ida y vuelta, de debate del tema que supera el horario establecido y siempre termina en alguna mesa muy concurrida del bar. De ahí su fama de afable, la empatía con los estudiantes y la alta aceptación de su cátedra.
El tema del día aborda las tres escuelas de existencialismo: la atea, la cristiana y la agnóstica. Con sentido didáctico caracteriza a cada una en sus aspectos destacados, las ubica en el momento histórico para marcar su influencia y repasa a sus principales representantes: Sartre, Kierkegaard, Camus, Heidegger.
En plena exposición y cuando analiza las posturas frente a la existencia de Dios, el profesor Damián Martínez mira con sigilo el reloj. Se impacienta. El tono pausado y ameno de su voz se modifica. Acelera el ritmo con cierto nerviosismo. Raro en él, está apurado. Ignora las manos levantadas para hacer preguntas. Encamina la clase a un abrupto final con el tema inconcluso. Hasta olvida sus modales educados y apenas saluda cuando se cumple la hora. Se retira del aula con prisa y sin atender consultas.
Sale casi corriendo de la Facultad. Sube a un taxi y va a su casa. En el camino se quita el saco y la corbata. También se saca la colita y deja suelta la melena. Relojea con insistencia la hora. El tránsito está complicado. Mira hacia arriba y maldice.
Llega. En un minuto cambia el traje por la camiseta, el jean que tiene algunas manchas y las zapatillas. Una vincha completa el atuendo desaliñado. Sale. Se sube al auto que permanece a la espera para llevarlo a la cancha.
Los pibes de la barra está impacientes. Necesitan la orden para entrar. Matizan la espera con el repertorio de cantitos que se repiten. Gritan muy fuerte. Está todo preparado. Suenan los bombos y las banderas están desplegadas.
Lo ven y se abren con respeto. Alguno se anima a saludarlo y él le devuelve un gruñido entre dientes. Se pone al frente de la banda. Se junta con sus lugartenientes. Discute agresivamente por una diferencia en la recaudación. Los putea. Les advierte que a él no lo pasa nadie. Uno amaga llevarse la mano a la cintura y otro lo para. Es la hora. Decide dejar el tema para otro momento.
Desde arriba, la tribuna se ve completa. El Filósofo Damián es el primero de la barra enloquecida que aparece por la boca de acceso. El resto de los hinchas se levantan y la ovacionan. Gritan todos. Los jugadores ingresan a la cancha y el clásico está por empezar. Están preparados para la guerra. Se hace un pasillo por donde no entra nadie más. Pasa. Sube los escalones. Se trepa al paravalanchas, justo detrás del arco. Semblantea a los que están a su alrededor y mira un poco más allá. Tiene todo bajo control. Imposta la voz y arenga. Empieza el aliento. Piensa en lo que se va a venir.